Tecnología contra la pandemia: ¿son los datos el precio a pagar por nuestra salud?

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Es el momento de la desescalada. Europa pone poco a poco fin al confinamiento de su población, con ritmos y metodologías diferentes. Y de momento, a pesar de todo el debate de las últimas semanas, no hay un consenso sobre la implantación masiva de aplicaciones para detectar personas que hayan estado en contacto con nuevos contagiados.

Partiendo del hecho de que, evidentemente, todas las alternativas se van a ceñir al marco legal de la UE -básicamente, el Reglamento Europeo de Protección de Datosel debate parece encallado entre los que optan por un protocolo centralizado y los que defienden el descentralizado. Básicamente, en el primero las autoridades tienen el control, y los ciudadanos deben confiar en que solo usen sus datos para combatir el virus, y de forma temporal. En el descentralizado, los usuarios, a través de sus móviles, son los que tienen el poder. 

Esas son las premisas básicas, pero la realidad está resultando mucho más compleja. Tanto que se puede hablar de una latente guerra de apps de rastreo. Básicamente, hay dos grandes grupos técnicos -el PEPP-PT (por Pan-European Privacy-Preserving Proximity Tracing) y el DP-3T-, pero lo que ha despertado el debate es el papel de Google y Apple, que han ofrecido su colaboración a las autoridades mundiales. 

Los dos gigantes de Silicon Valley se han comprometido a tener listas en mayo las API (Application Program Interface) que permitirán que los dispositivos con sistemas operativos Android e iOS funcionen, de hecho, como un solo sistema al utilizar aplicaciones contra el virus. Se garantizaría así que la práctica totalidad de ‘smartphones’ con esas aplicaciones se comunicasen entre sí para compartir datos sobre contagios, evitando ‘islas’ tecnológicas que mermen su eficacia. Además, Apple y Google ya trabajan para en meses posteriores los mecanismos de rastreo a través de esos sistemas operativos pudiesen activarse, si el usuario da su permiso, directamente, sin una app.  

Tanto la eficacia en sí de las apps como el papel de Google y Apple despiertan muchas dudas entre expertos y analistas, como se puso de manifiesto en una reciente mesa redonda online organizada por la Fundación Telefónica. Las ponentes -la abogada Paloma Llaneza, la periodista especializada en ‘capitalismo de vigilancia’ Marta Peirano y la experta en ‘ciberpolítica’ Andrea G.Rodríguez-  trataron de poner el foco en dos preguntas: ¿Qué eficacia en la lucha contra el virus tienen estas herramientas? ¿Y qué peligro suponen para los derechos y libertades en las sociedades democráticas? 

Las dos respuestas que las sociedades europeas den a estas preguntas funcionan como las pesas de una balanza, siguiendo el principio de proporcionalidad. Si las apps salvan vidas, podemos asumir más riesgos democráticos. Si su beneficio es limitado o superfluo, no hay excusa para sacrificar, aunque sea temporalmente, valores consustanciales a la UE. 

Las apps no son la herramienta más eficaz contra el coronavirus

Respecto a la primera pregunta, de su conversación quedó claro que las apps no son la herramienta milagrosa contra la enfermedad, por mucho que, como dijo Rodríguez, tendamos a buscar en la tecnología un ‘deus ex machina’. Muchos ancianos y niños no usan teléfonos móviles, es muy difícil que una app alcance una penetración superior al 60%, lo que en este caso se necesita para que sea eficaz, y no todos los contagios se producen por cercanía a otra persona, sino también a través de las superficies. 

La tecnología clave en estas soluciones, el bluetooth, también despierta dudas. En cuanto a su eficacia, porque no siempre que estamos a un metro de distancia de un supuesto portador del virus hemos estado en contacto con él: el bluetooth ‘salta’ paredes haciendo que vecinos de apartamento que tal vez ni se conocen vivan, para la tecnología, bajo el mismo techo. 

Y también hay dudas respecto a la seguridad. Llaneza señaló que el bluetooth tiene brechas de seguridad que permiten aventurar un escenario de pesadilla: ciberataques de falsos positivos que inoculasen el miedo en una sociedad y paralizasen su actividad económica. 

La eficacia de las aplicaciones no debe entenderse, en consecuencia, como un hecho irrebatible.

Cuando una tecnología se implanta, se queda

Respecto al debate sobre la privacidad de los ciudadanos y el uso de sus datos, las dudas son también de relevancia. “Debemos ser muy cuidadosos”, aseguró Llaneza, “cuando uno abre la puerta a apps de rastreo, permite que el Estado se convierta en un ente orwelliano que controla con quién has estado o donde has ido. La tentación es muy grande: cuando la tecnología se implanta, se queda”. En situaciones de emergencia se tiende a invocar a soluciones que no habríamos aceptado en otro momento, y esas soluciones tienden a quedarse, apuntó en la misma línea Peirano. Por su parte, Rodríguez ofreció una mirada más geopolítica: “Tenemos un montón de institucionales multinacionales, pero las herramientas globales las proporcionan dos empresas de Silicon Valley. Los Estados pueden acabar subyugados a las grandes tecnologías”. 

En todas estas dudas subyace el mismo convencimiento: en el siglo XXI, los datos son una enorme fuente de conocimiento, dinero y poder. Y los datos, en las sociedades democráticas, son de los ciudadanos. El objetivo fundamental es salvar vidas, pero solo debemos aceptar el riesgo de limitar temporalmente nuestros derechos si las soluciones que se nos ofrecen son realmente eficaces, recordando que es más fácil vigilar ciudadanos que un virus.