Vuelta al cole con una asignatura pendiente: el control del dato

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Comienza este septiembre un curso académico en el que la comunidad educativa pretende dejar en un plano secundario los efectos de la pandemia del Covid-19 y centrarse en lo que realmente importa: la formación de ciudadanos y profesionales adaptados a los retos de un mundo complejo y tecnologizado.

Es buen momento para reflexionar sobre la digitalización de la educación, y qué ventajas y riesgos tiene un proceso inevitable. Qué redes, aparatos, empresas e instituciones sean capaces de romper límites en la educación es, sin duda, una magnífica noticia, pero esa realidad no debe anular el espíritu crítico. Frente al tecno-optimismo dominante, debemos aproximarnos de forma crítica al empleo de las tecnologías digitales en el sistema educativo. El objetivo es su uso informado y perfectamente ensamblado con los diferentes proyectos docentes.

Hace ya tiempo que las llamadas ‘big tech’, como Google y Microsoft, vislumbraron una gran oportunidad de negocio en el mundo educativo. También la voraz Amazon quiere su parte del pastel, y no duda en lanzar campañas que, bajo la apariencia de ayudar a la comunidad educativa, son en realidad una habilidosa herramienta de marketing. Pero el debate debe ir mucho más allá de cupones descuento. Lo que está en juego es cómo exprimir todo el potencial de la digitalización de la educación, capaz de construir sociedades más abiertas, libres y prósperas, sin convertirla en otro inmenso manantial de datos que alimente el semi-oligopolio de las grandes compañías tecnológicas.

El riesgo está ahí, y se consolida: impulsadas por la pandemia, las plataformas tecnológicas se están haciendo con el control de la información del alumnado, extrayendo de forma masiva sus datos, datos que tienen un enorme valor económico. La alternativa son plataformas de código abierto, construidas con una importante participación de la comunidad educativa. Algunos buenos proyectos en esta línea, como Guadalinex, promovido por la Junta de Andalucía, se dejaron morir, sin reparar en su importancia y potencial.

Una vez más, parece que las ‘big tech’ están ejerciendo hábilmente su enorme capacidad de convencernos de que sus productos, muy bien construidos, son imprescindibles e inevitables. La tecnología es omnipotente, y todo lo mejora, nos dicen. Y proyecta una imagen de modernidad, que lleva a muchos centros educativos a apostar, sin la necesaria reflexión, por soluciones como las tabletas o las plataformas de Microsoft o Google. No importa si los resultados son buenos o malos; lo importante es que el ‘cole’ parece estar a la última.

Mientras, lo que ocurre en la trastienda de estas plataformas permanece en la oscuridad. Sabemos quiénes son los profesores de nuestros hijos, qué asignaturas cursan, el nombre de sus compañeros y los libros que tienen que leer. Pero no tenemos ni idea de qué ocurre con sus datos, y qué hacen con ellos las plataformas.

La tecnología es una herramienta poderosísima para mejorar la educación, pero necesitamos más espíritu crítico. Sin renunciar a ninguna de sus posibilidades, tenemos que evitar la trampa de una dependencia artificial. El objetivo de la educación es formar ciudadanos libres, críticos y preparados para vivir en sociedad; no hacer aún más negocio a costa de nuestros datos.